El 25 de enero se estrena en el país El niño y la garza.
Hayao Miyazaki va por el mundo repartiendo adioses.
Nació en Tokio en 1941, creció soñando ser un artista del manga y, aunque cuando tuvo que tomar una decisión definitiva para su vida se matriculó en ciencias económicas, muy pronto, todavía sobre su veintena, empezó a trabajar como animador en el estudio japonés Toei Animation.
Allí conoció a dos personas fundamentales: a Akemi Ota, quien luego y para siempre se convertiría en su esposa; y a Isao Takahata, otro referente del cine mundial, con quien desde entonces entabló una complicidad envidiable y una amistad fuera de cualquier elogio.
Tanto así que, ya en los 70, Miyazaki “trabajó en el equipo de animación de algunas series icónicas de Takahata, series como Heidi, Marco o Ana de las Tejas Verdes, y hacia el final de la década, acercándose ya a la cuarentena, tomó las riendas de la primera serie realizada por él mismo: Conan, el niño del futuro”, cuenta la revista Zenda.
Sin embargo, las series solo fueron la antesala de la búsqueda irrefutable de un tipo de animación que retratara el carácter de su país natal, sin caer en la “artificialidad” que con pocas excepciones les transmitía desde este lado del mundo Disney, o en el ultraexpresionismo que, según ellos mismos, “estaba pudriendo la animación popular del Japón” por aquellos días.
Así que, en 1979, ambos sacaron adelante la película El castillo de Cagliostro; en el 84, Nausicaä del Valle del Viento; y en el 85, con la financiación de la editorial Tokuma Shoten, y habiendo integrado al grupo al productor Toshio Suzuki, fundaron, en los suburbios de Tokio, Studio Ghibli.
Un estudio para nada preocupado por el éxito comercial, pues, “los creadores solo querían usar su arte para explorar las profundidades de la experiencia humana y contar historias poéticas y emotivas, tanto, que desprovistos de los villanos tradicionales, incluso los ‘malos’ de Ghibli son algo agradables, cada uno con su propia historia detrás que explica su comportamiento”, señala el crítico japonés Sugita Shunsuke.
Un deseo lo suficientemente potente como para mantenerlos a flote durante todo este tiempo, en parte por Takahata, por Suzuki, pero sobre todo por Miyazaki, que produjo allí la totalidad de sus películas, y que se permitió tiempo para afinar un estilo en el que la naturaleza pura, la naturaleza temible y la naturaleza que se mezcla y se transforma continuamente, hacen parte de su composición estratificada y dejan un mensaje sublime: “La belleza no solo está en las flores, en los árboles, en el bosque, también está la jungla tóxica o en la radioactividad, en lo atroz del mundo”.
Sin contar con que fue gracias a él o a su torrencial y particular forma de ver el mundo y de plasmar el mundo y de imprimir su sello en las cintas que ni siquiera estaba dirigiendo, que la cinematografía japonesa contemporánea se hizo un lugar en occidente y consiguió un público que tras mirar por su pantalla pudo comprender el calibre de la guerra, las implicaciones de la paz, la urgente necesidad del respeto y la protección de la Tierra, lo nefasto que puede ser la estereotipada imagen de la mujer, lo imperativo que es para cada ser luchar por sus ideales y sus creencias, y lo irrebatible que ha sido la presencia de la tecnología para el desarrollo humano.
Por su puesto siempre será recordado por ganar el Oscar en el 2001 con El viaje de Chihiro, hasta ahora la única película de anime que ha recibido dicha condecoración, y por acumular tantos premios con cada uno de sus trabajos que para nombrarlos todos requeriríamos al menos una de estas páginas completas, pero no hay que olvidar que su particular método de trabajo ha sido un estigma constante dentro de las obras que no solo ha dirigido, sino también ha escrito, dibujado, diseñado, animado y producido, pues está acostumbrado a rechazar los guiones tradicionales.
“Nunca tengo la historia finalizada cuando comenzamos a filmar. Generalmente no tengo tiempo. Así que la historia se va desarrollando a medida que dibujo los storyboards. La producción comienza poco después de eso, cuando los storyboards aún están en proceso. Nunca sabemos adónde va a parar la historia, simplemente seguimos trabajando a medida que el film avanza. Es un modo peligroso de hacer una película de animación y me gustaría que no tuviera que ser así, pero desafortunadamente así es como trabajo y los demás se ven obligados a seguirme”, dijo en una entrevista.
Lo cierto, después de todo, es que Hayao Miyazaki va por el mundo repartiendo adioses, diciendo cada tanto que se retira, que “tal” va a ser su última película, pero el tiempo, como un animal hambriento lo ha desmentido una y otra vez.
“Yo creo que es que él se queda tan cansado después de cada película, tan hastiado, que dice: ‘No quiero saber nada más de esto’, y luego no es capaz de vivir sin ese ‘esto’, que es la única forma de vida que conoce, entonces vuelve a comenzar”, piensa al respecto Nancy Salazar, comunicadora audiovisual y fanática del cine asiático, mientras otros aseguran que se trata de una estrategia de publicidad.
No obstante, que la producción más costosa en toda la historia del cine japonés haya sido estrenada en el 2023 como un disparo y sin previo aviso, sin un solo póster, sin un tráiler, en silencio, habla más de un hombre que con vergüenza saca desde adentro un regalo para su nieto sin poder entregárselo lejos del escarnio público y con la condición de poder devolverle al estudio lo que le dio para hacerlo posible; que a dicha “estrategia de publicidad”. Por fortuna los fans no estamos esperando la crítica, estamos esperando la maravilla de su inspiración, su testamento involuntario… y ojalá no el último.